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Laura Moreno Mayor. Práctica 11. Educación 2030. Una educación sin cambios #INVTICUA21

Cuando desperté, la cama estaba completamente deshecha. Instintivamente, mi mano buscó la sábana que había desaparecido durante la noche. Noté la almohada mojada por mi sudor. No hacía calor, no estábamos en verano. En realidad, llevaba teniendo pesadillas desde que nos dijeron que la elección de un número iba a cambiarnos la vida por completo.

Intenté cerrar los ojos y volver a dormir. Todavía era temprano y nadie daba señales de vida por los pasillos. Tampoco es que pudiese entretenerme con el móvil, nos lo habían requisado el mismo día en que llegamos aquí. Por seguridad, o eso querían hacernos creer.

Insistirle a mi cuerpo no iba a funcionar. Me apoyé sobre el codo y llevé mis dedos hacia la pared en la que recordaba haber visto un interruptor. La luz, de un color blanco brillante, a juego con las baldosas y los pocos muebles que había alrededor de la cama, daba la sensación de que en cualquier momento iba a convertir la habitación en un quirófano. Por las mañanas siempre olía a desinfectante y a ropa recién lavada, así que no era una idea tan descabellada.

Decidí bajar de la cama. Me puse los pantalones y una camiseta blanca, cómo no. No nos estaba permitido llevar colores llamativos, ni utilizar ropa que no fuese práctica. Por eso elegí unas botas negras cuando las opciones se reducían a eso o unas deportivas. Al menos, las botas me protegían de la lluvia cuando salíamos al exterior. Me lavé la cara en el lavabo, recogí mi pelo en una trenza que me llegaba hasta los codos y tomé la bolsa que utilizaba para guardar las sábanas y la ropa sucia.


Salí de la habitación con la bolsa cargada sobre mi hombro. El ala en el que dormíamos las chicas consistía en un interminable pasillo repleto de dormitorios idénticos entre sí. Lo único que los diferenciaba era el número que habían asignado a las puertas para que pudiésemos identificar el lugar donde nos asearíamos y dormiríamos cada día. Nunca había estado en el ala de los chicos, pero suponía que se organizaba de la misma manera. Al final del pasaje había unas escaleras que bajaban al comedor, y luego otras que llevaban a la lavandería. Si llegaba la primera (siempre llegaba la primera), mis sábanas estarían limpias justo después de las clases.

Cuando el ejército se presentó en el instituto hace tres semanas, nadie imaginaba que la razón fuese que la humanidad estaba en peligro. El señor Wilson se cabreó muchísimo cuando irrumpieron en la clase de física. Lo único que consiguió fue que lo esposaran y lo sacaran a la fuerza. Nos explicaron, aunque sin detalles, que nos quedaban unos pocos meses antes de que la Tierra ya no fuese habitable. Nos indicaron cómo debíamos formar filas para salir a la calle sin armar alboroto. Después de que el Señor Wilson desapareciese, nadie intentó poner resistencia. A la salida, nos esperaban unos autobuses que nos llevaron a una base militar para formar parte de una simulación de dos meses que nos prepararía para lo que sería el resto de nuestras vidas… en un búnker.

—Buenos días, chicos —saludó nuestro nuevo profesor—. Hoy vamos a repasar algunos datos de la Guerra Fría.

Las clases seguían teniendo el mismo formato que en la escuela, y seguirían así una vez nos adjudicasen un búnker en el que vivir el resto de nuestros días. La vida estaba volviendo atrás y la educación no sufriría ningún cambio significativo. Eso solo corroboraba el hecho de que la sistema educativo no estaba en la lista de prioridades del gobierno. 

Y ya era demasiado tarde.

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